y volver volver volver

Sólo a ver si sale algo, vuelvo a este espacio.

Disciplina, me digo a mí misma. Volver ayuda.

Irse ayuda. Sobre todo porque, como es bien sabido, la percepción es eminentemente contrastiva, y esto no lo podemos evitar. Estamos atrapados en nuestra naturaleza humana de rutinización y ruptura. Y esto es así para todos. No hay quien aguante vivir sólo en la rutina o sólo en la ruptura. Incluso Dios descansó al séptimo día. Se fue de vacaciones un día divino, que bien pudo haber sido una hora o tres años. El tiempo –el verdadero tiempo, no el que nos marcan las manecillas del reloj, no el que se basa en las vueltas de la tierra–, en todo caso, es incontable.


Así que llegamos, nos instalamos, construimos, creamos, observamos y aprendemos. Nos enamoramos de todo y de todos y, sobre todo, de nosotros mismos. Y luego, maldita rutina, maldita costumbre, maldita percepción por contraste de mierda, malditos ojos que se acostumbran a la luz, que pierden la noción de brillantez, pero no es su culpa, es ineludible, es loco, a todo le perdemos el gusto. Así fuimos diseñados.

Por eso hay que irse.

Pero, también, por eso hay que regresar.


Yo trato de aprovechar el tiempo de regreso, ese pequeño umbral, que es un regalo a nuestros sentidos viciados. Ese momento en el que todavía –no se confíen, va a irse de nuevo– podemos ver de verdad y sorprendernos y reaccionar, antes de que las calles vuelvan a ser las mismas de siempre, antes de que los caminos vuelvan a definirse, antes de que volvamos a reconocer un camino.

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