sobre las ruinas

Estoy en un tren que se destartala. Sólo está de pie el cascarón. Pero la vieja máquina sigue trasladando pasajeros. El transporte ha perdido sus puertas. Ahora le crecen enredaderas verde pistache. Yo voy documentando todo con la cámara de mi celular. El tren se detiene. Salto del vagón. Viro a la derecha. Camino hacia las ruinas, que son una especia del Xilitla de Sir Edward James a lo árabe. Sigue habiendo verdura pistache en el paisaje. Sigo documentando todo. De pronto, a través del celular, aparece una de las personas más desagradables, más ruidosas e impertinentes que conozco. Él hace un intento de saludo. Yo lo ignoro. Él me sigue. Cruzo la entrada de las ruinas, que es un portal de gran altura. Cruzo. Volteo a mi derecha y están mis papás en actitud de ponerse de acuerdo. Se miran y asienten con la cabeza. Un momento después ya están subiendo las escaleras escherianas corriendo, y al llegar a un descanso, se meten a una tina de agua termal. Ni modo, le dejo mi traductora, que por alguna razón llevo cargando, a mi excompañero de maestría. Subo las escaleras. Pero yo con miedo, casi a gatas. Llego a donde están mis papás. Papá está a mi lado. Vemos a mamá con esa cara de loca que a veces tiene. Los ojos muy abiertos. La sonrisa casi desesperada. El discurso desordenado. La risa estridente. Los actos viscerales. Cuando llego, ella todavía está en la tina. Le digo a punto de las lágrimas, con voz temblorosa, ¿qué no ves que es peligroso? Sale, dice, ja, ja, bueno, yo me voy a dormir, y se tiende a un costado de la tina, con la toalla enrollada, la vagina completamente rasurada volteando hacia nosotros, las rodillas abiertas, acostadas a ambos lados. Le digo a mi padre, pero no le dirijo la mirada, yo sigo viendo el sexo lampiño de mi madre:

-No se da cuenta.
-No se da cuenta de que activa mi líbido.

O alguna forma rebuscada del lenguaje, como él acostumbra.

Me siento desesperada, ansiosa. Me dirijo para meterme yo misma a la tina, cuando despierto.