sobre el vagón de la extranjeridad

De regreso al metro, camino con la marabunta de extranjeros.

Empiezo a sentirme un poco claustrofóbica y tomo rutas alternas. No sé si sea mi condición de migrante, o mi condición de mezcla descendiente de una raza "pura", o la condición consecuente a una defensa de la higiene de su linaje, o es mi muy muy personal neurosis. La verdad no quisiera aceptar estos oscuros oscuros sentimientos, pero de pronto no soporto mi extranjeridad, ni que me confundan con extranjera o me descubran extranjera, y me da pena decir, por ejemplo, que estoy estudiando japonés o que estoy presentando un examen de japonés. Sé que es una completa contradicción a mi propio ser. Pero voy caminando al metro pensando estas cosas.

Entro al vagón, enmarañada con tales oscuridades, entre los que me hacen sentir extranjera o anti-extranjera, ya ni sé. Recuerdo, de paso, los regresos de las marchas desde metro Pino Suárez o Zócalo o Allende. Por supuesto no es tal la magnitud, pero un poco de la sensación que me provocaba estar en esas marchas me hizo observar con más detenimiento ese vagón que nunca había visto, tan lleno de otras caras y de otras actitudes. Paso la mirada por esas caras varias veces, queriendo grabar esa imagen en mi memoria, hasta que empiezo a recordar otras ciudades, más abiertas, más cosmopolitas, más llenas de minorías, las ciudades-puerto, donde siempre me he sentido más en casa. Paso la mirada y no puedo evitar la sonrisa, por un momento, somos mayoría, los extraños.

La siguiente estación es Machida. Bajo del vagón de la extranjeridad, me sumerjo, me disipo, me camuflajo otra vez.