冷静 - reisei

Hay una palabra en japonés que quiere decir al mismo tiempo serenidad, calma, sangre fría. El primer signo –rei– indica 'frío', el segundo signo –sei– indica 'silencio' o 'calma'. Reisei es como el antónimo para 'apasionado' o 'emocional'.

Es curioso lo que tener organizados tus deseos da como resultado. Organizar los deseos. Tenerlos clasificados y en cajones separados. Por más arbitrario que sea. Por más ilógico que suene.

Hace un par de días llegué a visitar el nuevo bar de un, digamos, familiar. Una de estas amistades de la familia que son tan cercanas que la no-consanguineidad es pasada por alto. ¿Vienes sola? Sí. A mí no me pareció ni extraño ni insuficiente. Pero extrañamente me sentí un poco desnuda cuando el barman –o "tío"– dijo, qué solitaria. Así que me senté en la barra, desnuda, y le eché flores al lugar. El bar está puesto en la azotea de un edificio, entre las estaciones Bashamichi y Kannai, en Yokohama. A diferencia de casi la totalidad de los bares y restaurantes de Tokyo y sus alrededores, este lugar tiene la particularidad de ser outdoors. Ideal en estos días calurosos, como los que empiezan y los que se vienen, que honestamente son imposibles de pasar indoors, sin aire acondicionado. Algo así como veinticinco celcius a media noche con altos grados de humedad. El lugar es más bien pequeño, pero tiene sus espacios bien administrados. Más o menos, diría que caben veinte personas cómodamente. El señor Tenma –que literalmente quiere decir 'caballo del cielo', o pegaso– es un maestro de preparatoria retirado hace un par de años, y siempre quiso tener un bar en su vida de jubilado. En consecuencia, tiene grupos de exalumnos profesionistas que le diseñan la página web, le diseñan la infraestructura del negocio, y van frecuentemente a tomarse unas copas. Mi tío se ve muy contento agitando la mezcla de las múltiples Margaritas que voy pidiendo.

A mí lado se sientan un par de chicas harto simpáticas y harto lindas –en serio, tengo una cosa con las orientales que va más allá de mí (estoy segura que tengo un complejo de Elektra ahí medio fuerte). El bartender lleva a cabo sus funciones de intercomunicador y nos presenta. La verdad ni pongo atención en los nombres. La que está contigua a mí hace accesorios. La que está discontigua a mí tiene el tipo de ojos orientales hitoe de parpado sencillo (sin pliegue) que me hace imaginar mis manos en ese punto donde la espalda deja de ser la espalda.

La plática fluye naturalmente, apoyada en las Margaritas que eventualmente ellas también empiezan a pedir. Al cabo de una hora, entra una pareja de japonesa-extranjero que, a según las insistentes miradas del extranjero, o no llevaban mucho tiempo o ya llevaban mucho tiempo, pero en cualquier caso el cabrón estaba más interesado en coquetearme que en seguir su plática. Yo no dejo de pensar en lo incómodo que es estar del otro lado, but still, le regresó las miradas, y ni siquiera es que me gustara el chico. Otra hora después, se sienta a mi otro lado, un alumno más de Tenma-san. Cuarenta años. Casado. Dos hijos. De un momento a otro, la conversación termina en las cosas del amor. La que hace accesorios tiene su novio con el que sí ha pensado en casarse, que también está a punto de salir del país por cuestiones laborales. Híjole, le digo, los amores a distancia son difíciles. Y, casi al unísono, mi ahora contiguo y yo decimos, los hombres tienden a la infidelidad. Ella en realidad sólo asiente con la cabeza. No hay ni un dejo de tragedia en su expresión. Es que en Japón hablar de infidelidad, y sobre todo de infidelidad masculina, es como hablar de lo que te gusta para desayunar. Y tú, ¿eres infiel? Digo, genéricamente, ¿te late la monogamia o la poligamia? Así nomás. Y la gente responde honestamente, en televisión abierta, sí, yo suelo ser infiel, o no, yo no suelo "recrearme" por ahí.

La verdad no sé si sean los inminentes treinta años, pero estos días poco me preocupa mi estado civil. Hace tan sólo un año estaba ciento porciento segura de que debía estar casada y lo deseaba con todas mis fuerzas. Escuchaba que la gente se casaba, que tenían hijos, y algo en mí se movía, como ansia, como inquietud, como duda. Me veía a mí, e inevitablemente me comparaba con, digamos, una generación arriba de mí, que a los 38 años se encuentran en el clímax de su carrera, pero también en el clímax de la dificultad de encontrar a alguien para compartir la vida y reproducirse. Ahora –quizás he llegado a un punto de resignación, y tampoco lo pienso con drama, pero– la cuestión es que no me veo enamorándome de alguien en un momento cercano. Por otro lado, lo que contradictoriamente permanece es que las hormonas me siguen empujando hacia la reproducción.

Total que, y así lo expresé en mi momento de tirar netas de la noche, por el momento, he decido acomodar mis cajones en la madre-soltería.

Mis interlocutores –los tres, incluso la chica discontigua que insistía en que ella prefería estar sola que acompañada– saltaron.

Creo que ellos estaban sorprendidos. Pero, en realidad, yo quedé más extrañada de su reacción porque en mi calcular mis posibilidades y acomodar mis calcetines por colores no me di cuenta de la frialdad de mi declaración.

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