en veinte centímetros cúbicos

Dos horas y quince minutos después, estábamos metiendo los huesos del muerto en una caja. Con unos palillos largos de metal. La incineración había durado una hora.

El funeral empezaba a las diez de la mañana, así que me levanté diez minutos antes de las ocho y me bañé. Mi horario nocturno me permitió dormir escasas cuatro, cinco horas. Me puse unas medias negras que compré dos días antes en una tienda vecina al restaurante donde trabajo, un vestido negro, el único que había empacado, y un saco de manga corta que encontré en el closet de mi abuela. Ya para salir, en la entrada de la casa, unos tacones altos. Me subo al camión de las 8:56 para llegar a las 9:05 a la estación del tren, donde me quedo de ver con mi tía, que viene en bicicleta. En la parada del autobús, hay una viejita viejita sentada, que también espera la llegada del transporte. Desde que voy cruzando la calle, me observa. Me acerco al horario del autobús para confirmar la hora. La viejita viejita me sonríe, mientras me dice, sí, a las 8:56. Yo me río un poco y le doy las gracias. La viejita viejita me sigue sonriendo, y por fin me dice, qué maravilla esas piernas tan largas y qué alta estás. Yo me vuelvo a reír y le vuelvo a dar las gracias. El camión se ve llegar. La viejita viejita se pone de pie. Ciertamente le llevo como treinta, cuarenta centímetros. La viejita viejita me voltea a ver y me pregunta cuánto mido, ¿160, 165 centímetros? Cientosetenta centímetros. ¡Cientosetenta centímetros! Las nuevas generaciones cada vez están más altas, dice, y el camión se detiene y le cedo el paso.

Llego a la estación, donde está mi tía esperándome y nos dirigimos al andén. El tren llega a las 9:09. Entramos al vagón. Yo abro mi Reading Lolita in Tehran. Las últimas tres semanas he estado leyendo lo que duran los viajes en tren. He perfeccionado el arte de sostener el libro con la mano izquierda y tomar el pasamanos con la derecha, seguir las líneas con la mirada y los movimientos del tren con las piernas. La gente entra y sale. Nosotros también salimos en Futamatagawa.

Llegamos a la funeraria con toda la puntualidad japonesa, casi media hora antes. Ya nos vimos con la familia desde el día anterior, en el velorio, así que somos como viejos conocidos. Sin tanta reverencia, sólo buenos días, buenos días. Mis primos, los nietos del muerto, están haciendo tarea, de inglés la hermana mayor y el hermano mayor; de matemáticas, la hermana menor. A Kanon no le gustan las matemáticas. Tiene cara de pícara y no le gusta hacer lo que hacen los demás. Tiene el pelo largo hasta la cintura. Acaba de entrar a la secundaria así que todavía tiene facciones de niña. A So le gustan los números y los datos, sabe cuáles son las ciudades más pobladas del mundo y no se le dificulta el inglés. Todavía tiene cara de niño, también, pero empieza a hablar como adulto. A Mirai se le complica el inglés, y si logra entrar a la universidad el próximo año escolar, quiere trabajar de medio tiempo como tutor particular. Le interesa la política exterior, y está pensando estudiar francés o alemán en la universidad, como segunda lengua. Le preocupa no poder pronunciar la vibrante múltiple. Los tres tocan algún instrumento musical. Mi tía abuela, la viuda, está recibiendo a los invitados. Es una viejita no tan viejita, de 85 años, bonita y tranquila; sonriente. El día anterior traía puesto un kimono de funeral negro, que a mí se me hace de lo más estético. Cuando la veo, me dan ganas de abrazarla; pero me conformo con tomarla de la mano y posar mi mano en su hombro. También vi desde el velorio, después de diez o quince años, a la tía que me enseñó a tocar el piano a los cuatro, y a su esposo, el hijo del muerto. Ellos son músicos y nunca tuvieron hijos, pero, según recuerdo, tenían como diez perros en su casa. Creo que ya no.

Entramos al salón de la ceremonia. Los Ozawa se sientan del lado derecho. El resto nos sentamos del lado izquierdo. Todos ven hacia el frente, donde está el cuerpo del tío y los arreglos florales con los nombres de los dolientes. Inicia la despedida. El monje que el día anterior tenía puesta una vestimenta oscura, ahora enseñaba a medias una bata roja y una especie de túnica azul marino por encima del hombro, hasta el suelo. Empieza el rezo-canto que no logro entender. Y mientras va tocando, como en concierto de percusiones, metal y madera. Un sonido de gong agudo y un sonido de claves. Mientras el sacerdote budista está en pleno rezo-canto-performance percusionista, los asistentes van pasando en parejas, a prender pequeñas piedras de incienso. La gente se levanta, hace una reverencia al grupo sentado del lado opuesto. Hacen una reverencia al frente, hacia donde están el monje y el muerto. Unen las palmas de las manos y vuelven a hacer reverencia. Se toma una pisca, se levanta y se pone en un recipiente en donde se queman las piedritas. Este movimiento se repite tres veces. Si son muchos los asistentes, se reduce el número de repeticiones. Reverencia al muerto. Reverencia al lado opuesto.

Termina la despedida. Tomamos lirios blancos y otras flores, y los colocamos en el féretro, cubriendo todo excepto la cara. Veo que también hay libros y un sombrero.

Finalmente nos dirigimos a la incineradora. Nunca había tomado los huesos de un ser humano. Crea una intimidad que no puedo explicar. Los últimos trozos que se colocan en la caja son los de la cabeza, y te van diciendo, ésta es la quijada, ésta es la parte frontal de la cabeza. Es impresionante. La caja mide a lo más veinte centímetros cúbicos. Ahí cabemos todos. En veinte centímetros cúbicos.

Comments

Anonymous said…
¿los huesos? o sea, ¿los incineran ya secos? o ¿es el cuerpo recién muerto desmembrado? yo nunca he visto un muerto. Tu funeral suena bien.

No es que te interese, pero a mi no me gustan los viejos...me dan como que miedo, de ese miedo que hace que seas violenta mental, porque en la vida real no los molesto. Pero justo se me hacen muy bonitas las viejitas muy viejitas, de esas que si no fuera por la mecánica natural, seguirían erguidas. De las flaquitas con muchas arrugas pero ojos serenos. Con su peindado bien hecho y sus cabellos blancos. De las que no huelen mal ni refunfuñan sino de las que estan serenas y poseen toda la sabiduría...las que sólo a veces rien porque lo hacen sinceramente y se les ven los no dientes. Así me imagino a tu viejita viejita, esa que te dijo alta :D y no gigante :S.

[es un bello relato, gracias]
gin said…
Ah...
La toma de huesos viene después de la incinerada. Yo nunca había estado presente en una incineración, así que no tengo idea de si así son, o si ésta era una incineración parcial; pero con lo que te enfrentas es con los huesos que quedan después de la incineración, y polvo cenizo, harto polvo cenizo, de ese que eres y en el que te convertirás...

A mí los viejos me causan ternura. Y curiosidad. Me impresiona la vida que hayan tenido aunque no la conozca.

Cuando era niña me daban miedo mis tías-abuelas paternas, porque siempre estaban encerradas, en cama. En cambio mi abuela paterna era para mí muy atractiva, por su dinamismo femenino de matrona. Mi abuela materna sigue en pie y no me causa otra cosa que no sea admiración (o, bueno, ira loca, cuando vivíamos juntas).
Otra cosa: creo que mi relación con los viejos cambió mucho cuando empecé a ver a mis padres envejecer.

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