de aeropuertos y de paso

Me gustan los aeropuertos porque concentran el rasgo de que estamos aquí de paso. La vida es así. Es decir, siempre, nuestros actos se envuelven en lo pasajero, y eso es inevitable. Es inenfrentable. Y, claro, no pensamos en eso, o al menos eso sí que tratamos de evitarlo, porque entonces la sensación del puerto -del aeropuerto, de cualquier espacio de intercambio, de entrada por salida- no se desvanecería, y los seres humanos necesitamos saber que mañana nuestro hombre va a prender el bóiler en lo que preparamos el café, o que nuestra mujer nos hablará al mediodía para concertar la comida, al igual que es necesario que sepamos con seguridad que si levantamos las rodillas en posición ascendente en un movimiento frontal somos capaces de subir una escalera y ésta no va a desmoronarse en el intento.

Me gustan los aeropuertos porque están llenos de personas en transición. Los viajeros, por excelencia, están antes y después de algo, y esa posición los hace esperar y recordar. Sin tregua. El que viaja busca, por lo menos el número de salida que corresponde. El que viaja está pasando por algo, está por cambiar el rumbo, está escapando, está regresando, siempre en gerundio. Ve para atrás, mientras espera que la nada, sea cual sea, le siga. El viajero cierra y abre compuertas. Tiene la capacidad y casi el control del inicio y del fin. Sobre todo tiene la necesidad de comenzar y terminar. El viajero cambia; a su entorno y a sí mismo.

Me gustan los aeropuertos porque hacen evidente la viajeridad de cada uno. Una viajeridad que, como venía diciendo, resulta ser parte de la vida de todos los días. Es sólo que en ese espacio hecho para el intercambio no es nada más una parte. Deja de ser un factor de riesgo -casi-, y se vuelve una fuerza.

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