e v e u n i t n i e v

Veintinueve. Mañana cumplo veintinueve.

V e i n t i n u e v e.

E v e u n i t n i e v.

Si lo digo tres veces, se me cumple mi sueño. El siguiente.

Eveunitniev.
Eveunitniev.
Eveunitniev.

Y entonces salieron tres duendecitos de caras rojas y manos verdes. Uno era redondo de panza y dulce de boca. El segundo era grande de ojos y cantaba. El tercero era alargado y daba saltos. Saltaba y hacía figuras en el aire.

El alargado se empezó a columpiar en los pasamanos del tren. Saltaba del uno al otro y hacía acrobacias. El de los ojos saltones caminaba en círculos alrededor mío y seguía cantando, con voz dulce. Contaba chistes entre canción y canción, y me hacía reir. Mientras, el acróbata hacía flores en el aire, paracaidistas en el aire, payasos en el aire, lo que yo le pidiera en el aire, todo me lo concedía, hasta que el aire se llenó literalmente de figuras, hasta que las figuras se unieron y formaron los ojos pasmados de un caballo con lengua larga. El aire grafiteado me hipnotizaba. El cantante me susurraba al oído. Me hacía cosquillas.

De pronto, el redondo se metió en mi boca y empezó a caminar en mi lengua. Era dulce de boca y me besaba por dentro. Me daba miedo comérmelo, porque era tan dulcecito. De cuando en cuando, sólo lo apretaba entre la lengua y el paladar, como a una esponjita. El esponjito era un borracho seguro porque cada que lo apretaba salía como un licorcito medio como a brandy que medio como que me empezaba a medio emborrachar a mí también... El esponjito se tambaleaba en mi boca. No debí haberlo apretado tanto, pero él me provocó; fue su culpa. Cuando logró salir, se sentó en mis labios a descansar. Estuve a punto de volver a jalarlo con la lengua al centro de mi boca, pero en eso el acróbata lo agarró para jugar en los pasamanos.

Me molesté, la verdad, pero el cantante me seguía hablando al oído y me provocaba olas de escalofríos que iban y venían. Se me enchinaba la piel del lado izquierdo, que fue donde decidió postrarse. Y cada que se me enchinaba la piel me daba risa. Y cada que me reía se me quedaba viendo con sus ojos saltones, y su mirada me penetraba el alma. A lo mejor era sólo una ilusión. Yo sentía que nos comunicábamos. Él me hablaba. Yo me reía. Yo lo miraba. Sus ojos no me soltaban. Y nos conocíamos. O al menos eso me hacía sentir.

La siguiente estación era Kikuna.

El acróbata dejó de balancearse. Dejó de dibujar en el aire. Al final sólo alcanzó a escribir –de manera muy estilizada– mi nombre en rosa. El esponjito flotó hacia mí y me dio un último beso. El cantante dejó de contar chistes. Se puso serio y sólo me dijo: sí.

Comments

Anonymous said…
esto estuvo muy chido :D
gin said…
:) gracias. a veces se me hace muy cursi, y me da pena. pero ahí lo dejo.

muero por que alguien lo ilustre, por otra parte.

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