el corazón

Es tan tan tan.

Desde que regresé, ya harán unos cinco días.
Sólo me sirvió aterrizar -no lo puedo explicar- para que se me devolviera el alma al cuerpo. Quisiera poder usar otra expresión, pero es que a veces las frases hechas son demasiado exactas. Y además tienen la virtud del clásico. Me encantan los clásicos. Y me encantan los hits. Hay quienes en serio tienen una aversión reactiva al clásico y a los hits. Incluso podría decir que es estadística. Tan estadística como que si más del cincuenta porciento expresa o escucha o usa o gusta de algo, ese algo se vuelve automáticamente objeto de subestimación. Son los que típicamente disgustan del pop por ser pop, o del reggaeton por ser reggaeton, o del churro hollywoodense por ser churro hollywoodense. A mí me gustan los clásicos. Y las modas. Yo no olvido que los clásicos son modas que llegaron para quedarse. Ojalá me disculpen mis lectores contrajiteros.

Ahora tengo la clara sensación de que la vida realmente se hace donde sea. Un año y medio bastan para que mi contexto no sea ya la Ciudad de México, ni Coyoacán, ni Ciudad Universitaria. Desconocí mi alma mater, me quitaron los jardincitos, la música y las películas que fui a buscar. Me iluminaron, como si fuera el Times Square Garden, Hidalgo y Centenario; se acabó el tianguis de los fines de semana. Me descubrí atrofiada la intuición espacial de la Ciudad; se me habían olvidado los nombres de las calles. Mi contexto ahora es Komaba, Shimokitazawa, Shibuya, Shinjuku, Yokohama. La H. Universidad de Tokyo, y no la H. Universidad Nacional Autónoma de México. Mi contexto es la cocina de un dining bar a cinco minutos de la salida sur del metro Shinjuku.

Y los lazos. Los lazos se van estrechando con el tiempo, con la cotidianidad de las pequeñas cosas, con el simple y llano compartimiento del mismo espacio.

Y el corazón. El corazón late al ritmo que le toquen.

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