proyecto culinario en Casa Kazu

Mi abuela Josefina aprendió a cocinar con la cocinera del pueblo, que era su tía Mercedes. Las cinco tías cocinan, unas más que otras, pero todas atesoran sus recetas. "Mi comida favorita de mi mamá es 'X'" es una oración que todos en la familia pueden replicar con su propio platillo favorito. Mi papá comenzó su camino culinario cuando se jubiló, y han sido como 15 años de verlo involucrarse con esta actividad de maneras que se explican a través de su disciplina y su ingeniería química, de su perseverancia y su amor por los detalles, pero también por la herencia y las vivencias, por la crianza y el florecer de su madre en sí mismo.

La comida, en nuestra familia, nunca se ha tratado del mero alimento. La comida es el conducto a través del cual se transmite el amor. No importa si estás del lado cocinero o no. Mi abuelo, el esposo de la señora que hacía una historia épica y cómica de cualquier acontecimiento, no decía nada. Difícilmente notabas su presencia. Excepto cuando iba al mercado y regresaba con botanas para todos, cuando sacaba la nieve, cuando te veía comerla con delirio y, entonces, se emocionaba y cantaba "meno-meno, meno-meno". Así aprendí yo a dar y a recibir.

Mi camino culinario comenzó en el curry japonés de paquetito, se siguió con boloñesa y encontró un refugio temporal en un libro de recetas rápidas y sanas, en el que aprendí las técnicas más básicas. Mis habilidades en la cocina dieron un salto cuántico cuando empecé a trabajar en un dining-bar en Shinjuku, uno de los centros culinarios más vastos de Tokyo. Ahí aprendí que buen sazón es solo la puntita y que detrás de eso hay una serie de sutilezas perfectamente estudiadas que comienzan con la composición de texturas y sabores, y terminan en la presentación. Pero además de entrar por primera vez en una cocina y tener la oportunidad de observar los hábitos del cocinero, tuve la fortuna de ser asesorada externamente por mi querida amiga y chef Margarita Ramos, quien se comunicaba conmigo desde Quebec. Cada semana me soplaba recetas para hacer la comida de los internos (cocineros y meseros), y, cada semana, Motegi-san –el jefe de cocina– revisaba mi proceso y me hacía sugerencias. Fue una de las experiencias de aprendizaje más emocionantes que he vivido.

Y, claro, en Tokyo, comí. No me importa lo que se atrevan a decir los parisinos o los neoyorquinos, Tokyo es EL paraíso gastronómico. No nada más porque son los maestros del detalle en el producto, sino porque el servicio japonés tiene exquisitas maneras de hacerte sentir como reina sin invadirte. Esa ciudad tiene múltiples perspectivas a través de las cuales puede describirse, pero una de ellas es que es una galería de ambientes cuidadosamente diseñados, en la que el negocio gastronómico tiene una colección particular. No es este el momento ni el lugar para hacer un catálogo de esto, pero si eres estudioso de la comida y la bebida, será un deleite zambullirte en las distintas propuestas tokyotas, sin dejar de lado los bares izakaya, los restaurantes de comida corrida teishoku, la gastronomía internacional y la repostería.

A partir de la pandemia y desde la curiosidad por desarrollar la armonía de mi ser –físico, mental, emocional y espiritual–, me he clavado en la visión medicinal de la comida desde la filosofía ayurvédica, y esto le ha dado una redondez fascinante a cómo percibo la comida, tanto para consumirla, como para ofrecerla. Cuando pienso en este camino, me digo que desde el linaje estoy destinada a alimentar a mi comunidad. Por eso, los invito a Casa Kazu, a compartir conmigo esta experiencia, desde lo lúdico y lo exuberante, pero también desde la observación y la curación. Le puse Kazu en honor de mi abuela Kazuko, quien no cocinaba para nada, pero le corría la creatividad en las venas.

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